Es preocupante el grado de improvisación que evidenció el Gobierno en el tratamiento de la ley ómnibus hasta el momento.
Más allá del retiro del paquete fiscal anunciado por el ministro de Economía Luis Caputo el último viernes por la noche, son invotables la delegación de facultades al Presidente, las privatizaciones de empresas estratégicas, las reformas en materia de seguridad y la desfinanciación de organismos culturales, entre otros artículos.
Hay un gran problema de base. El Gobierno nacional se propuso metas imposibles para este año. Llegar a dos puntos de superávit primario y la autoimposición de sobrecumplir las metas del FMI es absurdo y sólo se podrían alcanzar con un gran recorte de las jubilaciones y un aumento brutal de impuestos.
Si bien es necesario ir a una mayor racionalidad fiscal, no creo que el mejor camino sea provocar una recesión fenomenal que, como ya hemos visto muchas veces, terminará en un parate de la actividad económica, una caída generalizada de los ingresos y una suba en los índices de desempleo. Es ese camino de ajuste elegido por el Poder Ejecutivo el que generó las constantes marchas y contramarchas en el proyecto de ley ómnibus.
Hay que seguir señalando que el intento de delegación de facultades al Presidente vulnera la división de poderes.
El texto original declaraba la «emergencia pública en materia económica, financiera, fiscal, social, previsional, de seguridad, defensa, tarifaria, energética, sanitaria y social».
Luego, quitaron la emergencia en defensa y, absurdamente, en materia social. Es un intento de darle la suma del poder público al Presidente, que podría hacer muchas modificaciones sustanciales sin pasar por el Congreso.
El segundo problema es que representa un retiro absoluto del Estado, e intenta darle todo al mercado de forma bestial. Es evidente que la sociedad votó un cambio y está cansada de que el Estado se meta en áreas que no le corresponden.
Pero el DNU y la ley ómnibus son una suerte de tesis universitaria en la que se dice, «nada al Estado y todo al mercado».
Es absurdo, porque este esquema no existe en otro lugar del mundo. Estamos frente a un presidente que es anarcocapitalista, como él mismo se define, que no cree nada en el Estado.
Es ridículo que el Estado se corra absolutamente de todo: de regular la medicina prepaga, las tasas de interés de las tarjetas de crédito, las condiciones básicas en materia laboral.
También es alarmante el intento de una nueva ola de privatizaciones. Se logró quitar YPF, que no tenía ningún sentido, porque será el motor del desarrollo argentino en los próximos años, nuestro crecimiento económico estará ligado al litio, Vaca Muerta, gas y petróleo.
Pero se apunta a abrir al sector privado la composición accionaria de empresas muy estratégicas, como Nucleoeléctrica, Banco Nación, Aerolíneas Argentinas y ARSAT. Representan la energía nuclear, el acceso al crédito para las economías regionales, nuestras aerolíneas de bandera, el desarrollo de satélites y las telecomunicaciones.
La intención de privatizar estas compañías parte de una mirada ideológica extrema o de un experimento de laboratorio, o hay intereses económicos detrás.
En resumen, la ley ómnibus es invotable por la delegación de facultades, por el retiro absoluto del Estado, por el intento de privatizar empresas esenciales para el desarrollo argentino.
Estoy convencido de que nuestro país necesita un mayor equilibrio entre el Estado y el mercado, que hace falta promover el desarrollo económico y las exportaciones, atraer inversiones, simplificar la vida a las pymes, a las cooperativas, a los emprendedores. Sin dudas, éste no es el camino.
(*) – Daniel Arroyo es diputado nacional de Unión por la Patria por la provincia de Buenos Aires.